Las lecturas de hoy ponen
en paralelo la justicia del hombre frente a la justicia de Dios.
Cuando el hombre habla de
justicia, lo hace desde la parcialidad del que juzga, basándose en indicios,
testimonios, pruebas. E intentando llegar a una conclusión lo más acertada
posible con lo que el juez tiene a su alcance. ¡Y es tan fácil llegar al error!
¡tantas veces las apariencias han inducido a sentencias equivocadas!
Y en los juicios
particulares que hacemos en nuestro fuero interno, perdemos la objetividad, nos
guiamos por los juicios públicos, por la fama, por lo que sabemos por las
apariencias o por los rumores, por deseo de venganza. Incluso muchas veces
juzgando con dureza actitudes que nosotros mismos compartimos. Estigmatizando
al prójimo por lo que una vez hicieron (es un ladrón, es un adúltero, es un
mentiroso) o incluso por su pertenencia a una raza, un país, una ciudad, un
barrio, una familia... Y Dios vuelve a decirnos: el que esté libre de
pecado, que tire la primera piedra.
"La justicia de Dios es la de dar a cada uno lo que necesita, no lo que merece."
¿Qué pasaría si Dios
usará la misma dureza, el mismo rigor cuando nos juzgue a nosotros? ¿quién
podría salir absuelto de toda culpa? ¿cómo vivir toda la vida sabiéndonos
condenados por Dios?
Pero la justicia de Dios es
la de dar a cada uno lo que necesita, no lo que merece; es la que, antes de
juzgar, se pone en el lugar del otro, basándose en lo que somos, no sólo en lo
que hacemos, porque para Dios no nos define nuestro pecado, sino que
constantemente se fía de nosotros y nos da la oportunidad de empezar desde
cero. La justicia que nace de su corazón de Padre amoroso, deseoso de
reconciliarse con el hijo huido, anhelante por tener junto a Él a los que se
alejaron.
Estamos afrontando los
últimos días de esta Cuaresma, un Cuaresma particularmente intensa, con
especiales oportunidades para el silencio y la reflexión. Aprovechemos esta
situación para hacer intenso y profundo examen de conciencia, postrándonos ante
el Señor siendo nosotros nuestros propios acusadores, diciendo con sinceridad a
Dios: aquí estoy Señor, te he dado la espalda, he traicionado tu Amor, aquí
estoy con mi pecado ¿tú que dices? Y sentir cómo Dios nos tiende la mano, como
a la mujer adúltera, para, en cuanto podamos acudir a la confesión sacramental,
poder decirnos por medio del confesor: tampoco
yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.
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