Y llegó el sábado de Pasión, día grande en nuestra parroquia, el día en el que mostramos al mundo que queremos tomar sobre nosotros la Cruz y seguirlo.
Este año tendremos que luchar con ese sentimiento cruzado de saber que hemos hecho lo que debíamos y, sin embargo, ¡qué dolorosa decisión! Algo que solo podrá entender quien se ha sumergido en el silencio orante de una estación de Penitencia o ha roto en lágrimas de oración ante las benditas Imágenes titulares de nuestra Hermandad; quien ha llevado sobre sus hombros el peso de la cruz o se ha clavado en la cerviz la trabajadera, sintiendo que era la Cruz de Jesús o el dolor de su Madre quien se clavaba sobre su espalda; quien ha visto que el trabajo desinteresado de un año entero cobraba sentido en la mirada de un devoto. Solo quien ha sentido el escalofrío del silencio de una plaza roto por el tañido de las campanas tocando a muerto, quien ha descubierto que una salve en forma de Saeta, una marcha en la estrechez de las calles más antiguas de nuestro pueblo o una nube de incienso, no son más que el marco que Valencina le pone al Palio de María Santísima de los Dolores.
Pero este año, también, será la prueba de nuestra verdad. Será la demostración hacia los descreídos, y también a nosotros mismos, de que, aunque la manifestación pública de nuestra Fe es importantísima en nuestra forma de vivir el cristianismo, somos capaces de hacerla, aunque la cofradía no pueda salir a la calle.
Hoy será la Estación de Penitencia interior. Por eso os invito a que, cuando llegue la hora en la que habríamos empezado a vestirnos, hagamos memoria de cómo lo vivimos otros años mientras reflexionamos sobre cómo Dios nos revistió en nuestro Bautismo haciéndonos sus hijos; cómo nos abraza con su Amor, mientras revivimos los nervios que conllevan esos momentos en los que nos vamos revistiendo del Hábito Nazareno, mientras nos ceñimos la faja o nos ponemos nuestras mejores galas para acompañar a la Hermandad. Y con la mente recorreremos esas calles hoy vedadas por mor del bien público, que nos conducen a la Parroquia; y mientras tendremos que hacer memoria de cuantas veces hemos podido hacer ese recorrido y no lo hemos hecho por mil y una excusas; hoy que no podemos hacerlo, ¡lo echamos tanto de menos!
Y cuando llegue la hora de la salida de la hermandad, pongámonos en oración con la misma actitud de otros años: silencio y escucha. Y vendrán a nuestra mente escenas muchas veces repetidas, casi calcadas un año de otro. Los rostros en penumbra de nuesros mayores, todos conocidos y muchos de nuestra sangre, y su oración se funde con la nuestra en peticiones cruzadas: ellos por nosotros, nosotros por ellos. Y mientras nos acercamos a la puerta sabemos que, sin romper nuestro silencio, durante el recorrido con la mirada buscaremos de reojo a los nuestros, en especial a aquellos a quienes nos separan las circunstancias, y pediremos a Dios por ellos, prometiéndole al Señor que en cuento podamos, romperemos las distancias. Y volveremos a intuir a los jóvenes en la plaza, anhelantes de que llegue el momento, y daremos gracias a Dios por ellos y le pediremos que les conserve esa bendita impaciencia que cambia el mundo; el anciano en la puerta de su casa con los ojos llenos de lágrimas y en el corazón la esperanza de poder verla el año que viene, y pediremos al Señor por su salud, y daremos gracias por el impagable don de su sabia experiencia; en una esquina aquel o aquella que parecen los más alejados y que quizás nos precedan en el reino de los Cielos, que, con la mirada fija en Cristo o en la Virgen quizás le están pidiendo el perdón que la sociedad le niega, y pediremos al Señor que nos ayude a tenderles la mano y a no juzgarlos por lo que no conocemos. Y allá en la puerta de la casa de quien hoy no está, su familia reunida pidiendo, sin duda, que esté cerca de Dios. Aquel pide por un enfermo, y aquella por un hijo descarriado; la oración es silenciosa, pero se les nota en la cara. Y al revolver de la Cruz, otra vez el silencio roto, esta vez por el bullicio de los niños, de aquellos de quien Jesús nos dijo que para entrar en su Reino teníamos que hacernos como ellos. Y volveremos a sentir a aquellos que intentan acercarse con la distancia del que sólo quiere plantarse ante los misterios de nuestra Fe como espectadores, aquellos que intentan reducir lo más sagrado a una mera expresión artística o cultural, los que traen tantas veces ruido y cuchicheos que tapan nuestra plegaria o, al menos distraen nuestra atención y nos sacan de nuestro retiro. Y llegará el momento de recogernos, de recopilar lo vivido y pedir por quienes aún no lo hemos hecho. Y justo en la puerta nos daremos cuenta que hemos tenido tiempo para todos, menos para nosotros mismos, y entonces, en la última mirada a María Santísima de los Dolores descubriremos que no es necesario hacerlo pues Ella lo ha estado haciendo por nosotros toda la noche.
Y nuestro esfuerzo, nuestro dolor, nuestro sacrificio, el de los años pasados, y también el de este se verán confortados sabiendo que quedarán para siempre incrustados al Santo Leño, a ese trozo de la Verdadera Cruz que se quedó a vivir en nuestra Parroquia.
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