30 de marzo de 2020

Reflexión lunes 30 de marzo #Cuaresma #YoRezoEnCasa





Las lecturas de hoy ponen en paralelo la justicia del hombre frente a la justicia de Dios.
Cuando el hombre habla de justicia, lo hace desde la parcialidad del que juzga, basándose en indicios, testimonios, pruebas. E intentando llegar a una conclusión lo más acertada posible con lo que el juez tiene a su alcance. ¡Y es tan fácil llegar al error! ¡tantas veces las apariencias han inducido a sentencias equivocadas!

Y en los juicios particulares que hacemos en nuestro fuero interno, perdemos la objetividad, nos guiamos por los juicios públicos, por la fama, por lo que sabemos por las apariencias o por los rumores, por deseo de venganza. Incluso muchas veces juzgando con dureza actitudes que nosotros mismos compartimos. Estigmatizando al prójimo por lo que una vez hicieron (es un ladrón, es un adúltero, es un mentiroso) o incluso por su pertenencia a una raza, un país, una ciudad, un barrio, una familia... Y Dios vuelve a decirnos: el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

"La justicia de Dios es la de dar a cada uno lo que necesita, no lo que merece."

¿Qué pasaría si Dios usará la misma dureza, el mismo rigor cuando nos juzgue a nosotros? ¿quién podría salir absuelto de toda culpa? ¿cómo vivir toda la vida sabiéndonos condenados por Dios?

Pero la justicia de Dios es la de dar a cada uno lo que necesita, no lo que merece; es la que, antes de juzgar, se pone en el lugar del otro, basándose en lo que somos, no sólo en lo que hacemos, porque para Dios no nos define nuestro pecado, sino que constantemente se fía de nosotros y nos da la oportunidad de empezar desde cero. La justicia que nace de su corazón de Padre amoroso, deseoso de reconciliarse con el hijo huido, anhelante por tener junto a Él a los que se alejaron.

Estamos afrontando los últimos días de esta Cuaresma, un Cuaresma particularmente intensa, con especiales oportunidades para el silencio y la reflexión. Aprovechemos esta situación para hacer intenso y profundo examen de conciencia, postrándonos ante el Señor siendo nosotros nuestros propios acusadores, diciendo con sinceridad a Dios: aquí estoy Señor, te he dado la espalda, he traicionado tu Amor, aquí estoy con mi pecado ¿tú que dices? Y sentir cómo Dios nos tiende la mano, como a la mujer adúltera, para, en cuanto podamos acudir a la confesión sacramental, poder  decirnos por medio del confesor: tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.


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